Desde pequeña fui alguien más además de yo misma. Una niña que por avatares de la vida se convertía en una aventurera con un apodo peculiar, que no dejaba de ser ella misma, se autodenominaría, viquica.
Creo que habrá sido al tiempo de nacido mi hermano Matías, a mis 3 años de edad, cuando se empezaba a notar un aspecto cotidiano en mí; mis pelos necios.
Despeinada, vivía en ese mundo de chicos extrovertidos, que solo pausaban su energía para enfocarse en algún punto que llamase la atención. Los ojos de mamá, esos sonidos que emergían del interior y se repetía una y otra vez como una melodía, blabla shiquili ma quilisma, o cuando descubrimos que una extremidad de nuestro cuerpo se movía como nunca antes y nos daba ese baile que invitó a más de uno a compartirlo.
Despeinada, vivía en ese mundo de chicos extrovertidos, que solo pausaban su energía para enfocarse en algún punto que llamase la atención. Los ojos de mamá, esos sonidos que emergían del interior y se repetía una y otra vez como una melodía, blabla shiquili ma quilisma, o cuando descubrimos que una extremidad de nuestro cuerpo se movía como nunca antes y nos daba ese baile que invitó a más de uno a compartirlo.
Entonces cuando bailaba y cantaba aparece mi mamá, pongo mi pausa, y fue un tiempo tan rápido que siempre lo contaré en cámara lenta como sí un largo abandono de mis recuerdos, provocaran ecos en mi bello recordar. La miré, sonrió y me dijo, “sos una brujita” y por esa razón de genialidad y creatividad quise copiar y repetir lo mismo, pero solo emergió “soy una viquica”. Me resultaba imposible decir que era una brujita, y como una melodía en a capela soy una viquica, soy una viquica, soy una viquica.
Orgullosamente “soy una viquica”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario